Artículo de Martín Caparrós publicado en El País Semanal
Kakenya Ntaiya, fundadora del Centro Kakenya. |
Ayer me la crucé otra vez en uno de esos lugares donde ahora me la cruzo: los periódicos. Hace diez años, cuando comí con ella en un restorán indio de Pittsburgh, Pennsylvania, hacía frío y Kakenya se refugiaba bajo un gorro de lana, una bufanda. Me contó su historia.
Kakenya Ntaiya había nacido 28 años antes en una aldea masái de Kenya. En Enoosaen nunca hubo agua corriente ni asfalto ni electricidad; su casa, como las demás, era un rancho de adobe, paja, bosta. Kakenya no recuerda haber empezado a trabajar: siempre lo hizo. Era la hija mayor; cuando tenía cinco años sus padres la prometieron en matrimonio a un vecino de seis: es la costumbre masái y todos, en la aldea, hablaban de ellos como marido y mujer; ellos jugaban, cuidaban vacas juntos, se llamaban esposo y esposa. Años después, Kakenya me diría que, por lo menos, ella habría tenido el privilegio de conocer a su futuro marido: que, muchas veces, las chicas de su pueblo lo descubren el día de su boda, a sus 11, 12 años.
Su vida estaba decidida: Kakenya haría unos hijos, cuidaría unas vacas, cultivaría la tierra. Hasta que, por azares, supo que había otras historias, otros sitios. Entonces decidió que lo único que quería era irse a estudiar –a estudiar– a algún país lejano. La historia es larga: le costó años obtener de su padre la promesa de que haría todo lo posible por ayudarla, si, a cambio, ella se “circuncidaba” antes de partir. Entre los masái, la mutilación genital –la ablación del clítoris– es insoslayable: otra forma en que los hombres combaten sus miedos. A sus 15, Kakenya enfrentó la ceremonia:
Le costó años obtener de su padre la promesa de que podría irse, si, a cambio, ella se sometía a la mutilación genital
–Muchas chicas masái esperan el momento con entusiasmo: les han hablado tanto de eso, de que ahí empieza su verdadera vida. Pero nadie nos cuenta qué nos van a hacer: sólo sabemos que va a haber una gran fiesta, que vamos a ser las protagonistas. La fiesta es hermosa, una semana entera de cantos y bailes y banquetes. Hasta que una mañana te llevan al corral de las vacas y ahí una abuela viene y te lo hace, frente a docenas de vecinos. Sientes un dolor horrible pero no puedes llorar: siempre te han dicho que no puedes llorar. Y que tampoco puedes hablar de eso con nadie.
El precio fue –y sigue siendo– insoportable, pero Kakenya consiguió lo que quería: fue la primera muchacha de su pueblo con una beca de estudios para Estados Unidos. Allí vio por primera vez la nieve y vio personas que comían verduras crudas –“como los animales”–; allí encontró mujeres que no pensaban en casarse y que no estaban mutiladas. Allí decidió que dedicaría su vida a tratar de prevenir esa tortura. Amnistía Internacional calcula que hay unos 130 millones de mujeres que la han sufrido, sobre todo en África, y que, cada año, se suman tres millones más.
–Te dicen que es una tradición, que se debe mantener porque viene de siempre. Que tenga tantos años es razón de más para acabarlo cuanto antes.
Kakenya se doctoró en Educación en Pittsburgh, habló, contó su historia, consiguió apoyos varios; al fin creó una fundación para pelear contra la ablación a través de la educación de las jóvenes africanas –Kakenyasdream.com– y se convirtió en la referencia de un problema al que muy pocos se refieren. Algunos, a veces, insisten en la teoría de la relatividad: es su cultura y hay que respetarla. Yo soy de esos tiempos –pasados, futuros– en que suponíamos que ciertos principios no aceptaban términos medios. Y sonrío, triste, cada vez que la encuentro en los diarios: Kakenya Ntaiya se ha convertido en la cara visible de esa lucha y siente, por fin, que su mutilación está sirviendo para algo.