La familia Sand posa frente a su casa. Falta la hija mayor, que estudia en la ciudad. / Foto: Zigor Aldama |
Bhim Bahadur Sand tiene seis hijas. La única razón por la que no obliga a su mujer a realizar abortos selectivos está en que no puede pagarlos. Seguirá procreando hasta que llegue el niño que ansía.
Bhim Bahadur Sand está convencido de que algo de lo que ha hecho en su vida ha enfurecido a los dioses. “Si no, ¿por qué iban a darme seis hijas?”, se pregunta desesperado, pero en voz apenas audible. Niña, niña, niña, niña, niña, y niña. La primera nació hace quince años, y la más joven está a punto de cumplir tres. Pero Bhim no pierde la esperanza. “Solo un hijo varón me hará parar”, responde cuando se le pregunta por sus planes de futuro. “Necesito un niño que dé continuidad al linaje familiar y que se convierta en el heredero de la familia”, sentencia.
No es que los Sand tengan mucho que dejarle en herencia. Viven en una casa de madera y adobe y trabajan una pequeña parcela de campo adyacente en el remoto pueblo de Lakshminagar, situado en el distrito nepalés de Doti, al oeste del país. Cultivan arroz, maíz, jengibre y algunas frutas. Pero la tierra apenas da para sobrevivir, así que Bhim viaja cuatro meses al año a India para trabajar como cocinero en una pequeña tasca. “Allí puedo ganar 12.000 rupias (160 euros) al mes para sacar adelante a la familia”, dice. No es el único que emigra de forma temporal para dar esquinazo a la miseria: el Gobierno nepalés estima que entre uno y dos millones de sus ciudadanos viajan al gigante vecino para complementar los ingresos que obtienen de la agricultura y la ganadería.
Lógicamente, tener seis bocas que alimentar es un lastre importante para los Sand. “También tenemos problemas para vestirlas y enviarlas a la escuela, y casarlas va a ser un quebradero de cabeza aunque no tengamos que pagar dote por ellas. No sé si podremos hacer frente siquiera a lo que costarán los festejos”, añade el padre de familia. Pero Bhim sacude la cabeza cuando se le pregunta si ha pensado alguna vez en realizar los abortos selectivos que, según estimaciones de Unicef en 2012, previenen el nacimiento de unas 14.000 niñas nepalesas cada año. “Nos gustaría, pero no tenemos suficiente dinero para pagar esos procedimientos”, justifica.
En el centro de salud del pueblo, operado por el Gobierno con el apoyo de Unicef, reconocen que hay gente que se gana la vida con un aparato de ultrasonidos. “En Nepal es ilegal dar a conocer el sexo de un feto, pero hay quienes van casa por casa haciendo ecografías y practicando abortos que, en algunos casos, pueden poner en peligro la vida de la madre”, comenta la matrona Pabitra Awasthi. Ni siquiera las penas de prisión sirven para disuadirlos, porque la demanda de estos servicios es elevada y el negocio muy goloso. Eso sí, todo el mundo calla cuando se pregunta quién lleva a cabo las pruebas.
Tres de las hijas de Dipa y Bhim. /Foto: Zigor Aldama |
No obstante, las estadísticas demuestran que los abortos selectivos son una realidad que no solo se da en las zonas rurales. Un estudio publicado por BMJ llegó a la conclusión de que, tras la legalización del aborto en 2002, se da sobre todo entre las clases más altas. El análisis de los hijos que tuvieron 31.842 mujeres de entre 15 y 49 años demostró que, antes de la legalización, nacían 1.021 mujeres por cada 1.000 hombres cuando el primer hijo era una niña. Después, sin embargo, la tasa cayó a una media de 742 niñas por cada mil niños. Entre las mujeres con mayor poder adquisitivo, la ratio se desplomó todavía más: 325 mujeres por cada 1.000 varones. La naturaleza no hace eso.
La mujer de Bhim, Dipa Kumari Sand, escucha la conversación a unos pasos de distancia y en silencio. Está sentada en el porche y abraza a sus tres hijas más pequeñas. Son las siete de la mañana y hace frío. Tiene que preparar el desayuno, el tradicional dal-bhat (arroz con lentejas), pero parece interesada en saber cuáles son los planes de su marido, con el que fue casada cuando ella tenía 15 años y él 20. Fue un matrimonio infantil al uso –entre 2002 y 2012 el 40,7 por ciento de las mujeres fueron casadas antes de cumplir los 18– en el que ella no tuvo ni voz ni voto: un matrimonio forzoso. Y poco ha cambiado eso último desde entonces. “Mi suegro buscaba una mujer para su hijo y mi familia aceptó que fuese yo”, recuerda un poco después, cuando Bhim ya no está presente y ella puede hablar libremente.
La de Dipa es una vida de sacrificios. En muy contadas ocasiones puede hacer lo que realmente quiere. “Tuve a mi primera hija con 16 años. Nadie me explicó qué tenía que hacer. No recibí ningún tipo de asistencia médica ni antes ni durante el parto. Desde entonces, he tenido que cuidar de mis hijas y ser tanto una madre como un padre cuando Bhim está en India. Es duro, pero una se acostumbra al final”, afirma.
La familia Sand casi al completo. / Foto: Zigor Aldama |
El resto de sus hijas también nacieron en casa, pero las campañas llevadas a cabo por el Gobierno y Unicef para extender los cuidados prenatales le han permitido certificar la buena salud de los bebés antes de dar a luz. “El problema es que el centro de salud está muy lejos, así que muchas mujeres aquí parimos en casa”, explica. Cuando se le pregunta si quiere tener más descendientes, tarda en contestar. “No me lo he planteado. No soy yo quien decide eso”, dice finalmente. Ha oído hablar de los métodos de planificación familiar, pero es Bhim quien tiene la última palabra.
Cuando regresa, el marido detalla todo lo que han hecho para tratar de dar con el ansiado varón. “Voy a menudo al templo y hago rituales con los chamanes. Siempre me aseguran que el próximo será niño, pero no hay manera”, ríe en uno de los pocos momentos en los que cambia la expresión. Como sucede a menudo, muchos en el pueblo culpan a Dipa. “Algunos me dicen que debería abandonarla y casarme con otra mujer, pero no tengo intención de hacerlo”, afirma. Claro que, si cambiase de idea, no sería el primero.
Los Sand también se resisten todavía a registrar a sus niñas. Las tres más pequeñas no existen oficialmente. “Ya sé que la ley nos obliga a dar cuenta de su nacimiento en el Gobierno, pero la oficina queda muy lejos y nunca tengo tiempo”, vuelve a intervenir Dipa. Curiosamente, ella pertenece al grupo de madres que, teóricamente, se reúne cada cierto tiempo para discutir asuntos sociales y aprender cuáles son sus derechos y obligaciones. “La verdad es que apenas voy porque nunca tengo tiempo”, cuenta con lástima. No en vano, las reuniones se celebran a más de una hora de camino andando. Y no hay transporte público.
El Gobierno estima que unos 50.000 nepaleses cruzan la frontera con India cada año en busca de servicios médicos, un término vago que esconde muchos otros abortos. “Ojalá las mujeres fuésemos consideradas iguales a los hombres”, se encoje de hombros Dipa antes de ponerse a preparar la comida.
Fuente: Píkara Magazine
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